-Si la mandó la inmobiliaria, dígales que amanecí más jodida que de costumbre así es que mejor salga rapidito de mi propiedad-, lanza a quemarropa Ana Jiménez (70) en cuanto abre la puerta de su departamento de 58 metros cuadrados en la Villa San Luis de Las Condes donde no se escucha ningún ruido, ni se ve por la ventana a ningún niño jugar, ni nadie sube por las escaleras ni interrumpe para tocar el timbre porque ella es la única habitante que aún permanece en la torre donde se instaló con otras 15 familias hace más de cuarenta años.
Sólo cuando se ha convencido de que no habrá ni un peso -ni menos un millón de dólares- sobre la mesa para conversar, baja las armas y abre la memoria.
Fue una de las primeras que se instaló en 1972 en la entonces Villa Carlos Cortés, un conjunto de viviendas sociales construidas por el gobierno de Salvador Allende en los terrenos que antes fueron del fundo San Luis, un cuadrado que constituía la mejor reserva urbana de la ciudad: limitaba con Avenida Keneddy en el norte; Apoquindo en el Sur; Américo Vespucio en el poniente y Nuestra Señora del Rosario en el Oriente.
La ubicación ya en aquella época era privilegiada -hoy el metro cuadrado la zona es de 130 UF- y, por lo mismo, formaba parte del sueño socialista de la Unidad Popular: poner fin a la segregación instalando en las mismas comunas donde habitaban los grupos económicos más pudientes a la clase obrera. Ana recibió las llaves de su hogar a los 25 años, con cinco hijos a cuestas -el primero lo parió a los 15-, por ser una de las fundadoras del campamento Patria Nueva.
Al principio, ocuparon el lugar 250 familias que llegaron a ser, en marzo de 1973, 1.038. Hoy permanecen sólo ocho propietarios desperdigados en 10 torres de cinco pisos entre la oscuridad y el abandono de puertas selladas con latones y pasillos sin iluminación.
Frente a ellos, dos block abandonados a un costado de Avenida Presidente Riesco -al frente del Parque Araucano-, y alrededor, por el Cerro Plomo, ruge la elegante Nueva Las Condes con los edificios de Lan y Corpgroup.
Acorralada como la Villa, sólo Ana ha resistido a la feroz embestida de las inmobiliarias que empezaron ofreciendo $80 millones a cada dueño y que el año pasado sellaron un pacto por $490 millones con siete de ellos para edificar las oficinas que terminarán de sepultar uno de los símbolos de la truncada revolución con empanada y vino tinto.
“Ándate comunista a vivir con los upelientos”. Cuando Gabriela Ríos Cárdenas cerró un domingo de abril de 1972 la puerta de la casona de calle Noruega en Las Condes, donde trabajaba de empleada doméstica desde 1968, alcanzó a oír con claridad a su patrona de ese entonces gritarle eso: ándate comunista a vivir con los upelientos.
Gabriela también pertenecía al Patria Nueva, el campamento pionero de los sin casa que se instaló a fines de los ’60 en el barrio alto, y siempre supo que su destino dependía de las elecciones de 1970.
-La cosa era simple: si perdía Allende, jodíamos todos. Si ganaba, íbamos a tener casa porque él nos hablaba a nosotros, a los callamperos, a los pobres de la cola, a los que ahora le dicen “los vulnerables”, porque han acomodado las palabras aunque las cosas sigan igual-, explica.
Cuando la despidieron, Gabriela tomó con rapidez la mano de su hijo, un niño de cinco años, se prometió no llorar y salió con un bolso y el pequeño a rastras.
-Nos vamos a nuestra casa, tú tranquilo, está acá cerquita-, le dijo, y partió caminando a recibir su departamento.
Hoy tiene 81 años y sentada en el living de su residencia dice que puede recordar su historia letra por letra, pero aunque la mente no le falla, el cuerpo sí.
Hace unos meses, cuenta, se desmayó. Nadie pudo sentir el golpe en el piso ni el grito que lo precedió porque Gabriela no tiene vecinos.
La encontró su hijo, 24 horas después del accidente. En ese momento, decidió firmar el compromiso de compraventa.
Pero antes, durante años, aguantó la presión que hubo por desalojarla.
Parapetada en el sector 1 de la Villa San Luis, en una mole en forma de L donde se ubican los bloques 16 y 17 -los únicos que permanecen en pie, frente a otros dos completamente destruidos-, Gabriela, con otras 116 familias, resistió el desalojo que hicieron los militares tras el Golpe de Estado de 1973 de los primeros residentes, cuando el recinto fue usado casi en su totalidad por suboficiales del Ejército y rebautizado como Villa San Luis; permaneció estoica frente a las ventas de mediados de los ’90 en el cada vez más pujante barrio Nueva Las Condes; rechazó la presión inmobiliaria en la primera década del 2000 que fue dejando aislado el conjunto habitacional en medio de los imponentes edificios de más de veinte pisos; le hizo la cruz a la tentación de los $300 millones por departamento que ofreció la empresa Sinergia hace tres años.
Aguantó, con otros ocho propietarios, hasta que en 2013 la oferta fue de $490 millones y allí solo Ana siguió diciendo “no, señor”.
Gabriela, admite, se dio por vencida por la vejez y las necesidades.
-A veces me da nostalgia pensar que me voy de mi Villa. Prendo la tele para olvidarme de todo, pero cuando tengo rabia me asomo a la ventana y digo: hagan su huevá de edificio, quédense con nuestros sueños. Jovencita llegué acá, acá se queda mi vida-, relata mientras sostiene unos papeles amarillos y planifica la compra de un nuevo inmueble donde, asegura, irá sólo a morir.
LA HISTORIA
El Fundo San Luis, un terreno de 150 hectáreas, había permanecido por décadas detenido como un oasis mientras Las Condes crecía y se convertía en una de las comunas más ricas del país. La propietaria original del fundo falleció en los años ’30 y los testó en favor de la Beneficencia, institución que fue la antecesora del ministerio de salud. Sus hijos impugnaron el testamento y el litigio estuvo vigente por casi cuarenta años.
Eso hasta que el gobierno de Eduardo Frei creó en 1967 la Corporación de Mejoramiento Urbano, CORMU, a cargo de arquitecto Miguel Eyquem, y le dio atribuciones para adquirir suelos urbanos. En el Fundo San Luis, Eyquem vislumbró una ciudad del futuro: la construcción de unas 50 torres y otros edificios cívicos destinados a la clase media.
Cuando triunfó Allende, todo cambió.
El dos de enero de 1971, el “Chicho” sostuvo, a poco más de un mes de asumir, la primera reunión de planificación de Vivienda en La Moneda. Miguel Lawner, el recién designado sucesor de Eyquem, estuvo ahí.
-El ministro de Vivienda, Carlos Cortés, nos llamó a todas las corporaciones, éramos cuatro, con diferentes atribuciones. Llegamos a esa reunión a las 8.30 y el ministro le dio la palabra al compañero Sergio López, director de planificación. Sergio se paró y el Chicho preguntó: “A propósito, ¿cuántas son las viviendas que se están haciendo en Recoleta esquina Américo Vespucio?”. López se quedó callado. Todos nos miramos. Pasaron ocho segundos y Allende nos dijo “muy bien señores, cuando estén preparados me avisan”.
Lawner entendió el mensaje de urgencia que estaba transmitiendo el Presidente. El tiempo era una obsesión para el médico socialista que sólo estuvo mil días como gobernante y que fue derrocado en septiembre de 1973 por Pinochet en un sangriento golpe de Estado que instauró una dictadura que se extendió por 17 años.
Apenas abandonó el Palacio, Lawner supo lo que debía hacer.
-Nosotros dijimos que en nuestro Gobierno no iba a haber segregación. Las atribuciones de Cormu permitían terminar con la especulación inmobiliaria y teníamos la convicción de que los sin casa tenían derecho a permanecer en las comunas donde ellos querían. No íbamos a mandar a nadie a la periferia, así es que llamé a Miguel Eyquem, que había hecho las primeras maquetas, y le dije: Esta parte del fundo va a ser para los sin casa de Las Condes. Trabajan acá, entonces ¿por qué no? ¿por qué los pobres no podían vivir en una comuna acomodada si tenían sus trabajos ahí? ¿Por qué íbamos a mandar a vivir a la gente de los campamentos de La Pintana? Así empezó esta historia.
Gabriela lo sabe porque estuvo allí desde el principio.
-Conocía a una señora que cuidaba un sitio cerca de donde yo trabajaba y y que me dijo: “Gabriela, usted tiene un hijo chico y no va a andar siempre con el chiquillo colgando, viviendo con los patrones. Inscríbase para tener casa”. Yo había llegado a Santiago desde el sur jovencita, el 64. Tuve mis pormenores, no fui una santa, por eso tuve un hijo, pero tampoco era una suelta-, rememora.
-Una tarde, antes de que ganara Allende, me avisaron de una toma en el trabajo. “No puedo irme a la toma, si yo trabajo, me van a echar”, respondí. “Para que sepa nomás, compañera”, me contestaron. Bueno, dije yo, en cuanto tenga un día libre me voy a la toma. Era por las quebradas de Apoquindo donde se estaba organizando. Allí, en Patria Nueva, estaban las viejas bajo las ramas, allí estaba mi amiga Ana Jiménez, la única que se va a quedar acá.
Gabriela cuenta que cuando ganó Allende, “la Cruz Roja de inmediato mandó carpas, leche para los niños, cordero para el asado y vino para tomar”.
-Iba los domingos, en mis días libres, a la toma. Después nos avisaron que nos iban a trasladar al fundo San Luis porque quedaba más cerca de nuestros trabajos. Nos instalamos ahí. El dirigente era don Jorge Rojas, que lo mandaron después para la población Juan Antonio Ríos, allá lejos, en Renca. Un domingo nos mostraron las maquetas de nuestra viviendas. Yo dije “cómo vamos a vivir ahí, como la gente decente”. Y nos dijeron que sí, que había llegado plata de Rusia. Demoraron un año en construirla. Cuando me entregaron la casa, la patrona me echó. El patrón, don Sergio Oyanedel, era más humano. Vino a conocer mi casa. “Gabriela, usted tiene mucha suerte porque esta construcción es buena, firme, ¿cómo la consiguió”, me preguntó. Trabajando, le dije yo, si yo tengo un hijo y ese niño va a ser un hombre y no me la voy a pasar durmiendo con él en una pieza ajena.
Un domingo de abril de 1972, Gabriela se convirtió en propietaria. A su lado estaban Ana y Lawner.
Hasta marzo de 1973, Allende entregó 1.038 unidades habitacionales, en bloques de hormigón armado de cuatro o cinco pisos de altura.
Luego vino el Golpe de Estado, el suicidio de Allende, la persecución y las matanzas, el desalojo, el exilio y la instalación del sistema neoliberal. Lawner fue enviado al campo de concentración de Isla Dawson.
-Para el Golpe teníamos en construcción otras torres. Luego Pinochet dijo que esto era producto de una toma. No existían, es cierto, títulos de dominio, porque cuando entregamos no estaban listas todas las obras urbanísticas, jardines. Los militares desalojaron. A algunos pobladores los dejaron en la población Juan Antonio Ríos y trajeron personal del Ejército a vivir ahí. Eso ocurrió entre el ’76 y el ’78. Un par de dirigentes, la Anita, la Carmen Castro, doña Gabriela, se las arreglaron para quedarse, después ya los dejaron tranquilos-, explica el arquitecto.
Gabriela recita de memoria lo que pasó en esa época.
-Viera como celebraron los ricos aquí ese once de septiembre de 1973: bailaron, hicieron asados. Creo que la Villa San Luis fue el acabose de Allende, porque los ricos no nos querían cerca, nos veían como un peligro y estaba metiéndose Estados Unidos, ve que yo sé, si yo leo: la CIA vino con sus dólares y botaron a Allende. Pinochet sacó a nuestra gente para meter a sus milicos y esos milicos patipelaos nos trataron de echar. Una vez uno con overol azul me entregó una orden de desalojo y yo le dije “vos me vas a echar a mí, si yo postulé acá. Espérate sentado que me voy a ir”. Y me quedé. Si venían, no les abría y ya.
La puerta de Gabriela estuvo cerrada hasta que el 2013 un millón de dólares pudo abrirla. La de Ana permanece, hasta ahora, impenetrable.
EL PRECIO DE MIS CONVICCIONES
David Sierra (43), tiene una imagen de su infancia que no quiere ni puede olvidar: Su padre con las manos en la nuca caminando por la cancha de fútbol de tierra donde se jugaban las pichangas en la Villa San Luis y, atrás de él, un militar con un fusil.
David Sierra (43), tiene una imagen de su infancia que no quiere ni puede olvidar: Su padre con las manos en la nuca caminando por la cancha de fútbol de tierra donde se jugaban las pichangas en la Villa San Luis y, atrás de él, un militar con un fusil.
-Llegamos acá cuando yo recién había nacido, por eso no queríamos vender, por nostalgia e idealismo porque nosotros somos allendistas y Allende nos entregó esto. Antes de vivir acá, mi gente vivía en un campamento. Este cuadrado fue construido para la gente pobre de la comuna y cuando los militares sacaron a la fuerza a nuestra gente, incluso en camiones de basura, nosotros resistimos. Cada vez que llegaba una orden de desalojo, mis papás se hacían los huevones. De niño recuerdo una vez que pasearon a mi viejo por la cancha de tierra con un fusil en la nuca y él aún así se quedó. Los milicos sabían que éramos de izquierda y pobres. No nos querían cerca. Cuando retornó la democracia, se acabó el hostigamiento de los milicos y partió la presión de las inmobiliarias.
Eso fue exactamente lo que ocurrió.
En 1989, en las últimas horas de la dictadura, Augusto Pinochet firmó un decreto que traspasó la Villa San Luis desde el Serviu, que necesariamente usa sus terrenos para viviendas sociales, a Bienes Nacionales, y en 1991, otro decreto lo entregó al ministerio Defensa, la Subsecretaría de Guerra y al comando de Bienestar del Ejército “para fines habitacionales de la institución destinataria”.
En 1996, como comandante en jefe del Ejército, Pinochet dio la orden de enajenar y en 1997 vendió el paño en una licitación privada que fue adjudicado a la Inmobiliaria Parque San Luis, sociedad conformada por las familias Sarquis, Martínez y Cueto, por US$ 80 millones.
Ana Jiménez acudió entonces a hablar con Miguel Lawner que, tras haber sido liberado de Isla Dawson, había partido al exilio y retornado en 1984.
-En ese momento, estas chiquillas se organizaron y dijeron: nosotros estamos aquí también y, después de varias gestiones, se les entregaron sus títulos de dominios. Cuando pasó esto, la gente que había sido enviada a Renca se puso a reclamar y se organizaron para hacer una demanda. Eran como 400 familias y declaramos todos ante tribunales. El juicio, que empezó el ’96 o ’97, demoró dos años, lo teníamos ganado, pero el abogado de la inmobiliaria ofreció 1 millón de dolares para repartir. Eran como $700 mil por persona. Me dijeron desde tribunales: “dígale a los pobladores que se aguanten, tienen el juicio ganado”. Fui a hablar con ellos en una asamblea y les dije ‘esperen dos años, podrán recuperar las casas’. Me respondieron “usted podrá esperar, nosotros tenemos deudas y queremos la plata ahora”.
En 1997, Joaquín Lavín -ex pinochetista, ex candidato presidencial de la UDI y ex ministro de Piñera- era alcalde de Las Condes y encabezó la primera demolición del bastión de Allende en el sector oriente de Santiago. Era, afirmó, un paso más de la modernidad.
-Hizo el ridículo cuando trató de demoler el primer edificio y el hormigón no cedió. Hubo que dinamitar. Mientras Lavín intentaba derrumba ese año este proyecto maravilloso, los temporales hacían colapsar las viviendas de mierda de Copeva en Puente Alto, las viviendas sociales que no aguantaban ni la lluvia. Así de extraño es nuestro país-, recalca Lawner.
El reclamo de propiedad de los desalojados por la dictadura y la tenacidad de las 116 familias que se habían quedado en los bloques 16 y 17, paralizó por un tiempo la aspiración de hacer desaparecer por completo la Villa San Luis.
Luego, explica David, la plata y el miedo pudo más.
-El Ejército nos demandó para poder vender todo, diciendo que los títulos nuestros estaban mal entregados porque nosotros nos habíamos tomado esta construcción. Al ver esta situación, mucha gente empezó a vender a las inmobiliarias por $80 millones, una oferta bien mala para el sector. Después, la empresa subió la oferta a $120 millones y muchos se fueron. Quedamos 23 familias. Entonces subieron a $250 y hasta $300 millones y nos quedamos los ocho que estamos ahora. Mis papás, que están viejitos, no quisieron ver esto. Se fueron para el norte. Cuando pusieron $490 millones sobre la mesa, firmé para vender. Hasta ahí llegaron mis convicciones. Siete familias vendimos por eso. Tres ya recibimos el dinero, los otros están a punto. La señora Ana es más porfiada, dijo que no. Esa plata, que es harta, no alcanza para que los tres hermanos que somos nos compremos casa en Las Condes, que es nuestra comuna. Yo estoy acostumbrado a vivir aquí. El Parque Araucano está al lado, el consultorio, el metro. Nadie puede quejarse de vivir aquí. Tal vez mi departamento no sea bonito, pero para un pobre vivir en Las Condes o Lo Barnechea, es bueno, porque el municipio ayuda harto.
Gabriela comparte los recuerdos de David y relata, con dolor, la fiebre que se desató por el dinero.
-En cuanto nos dieron los títulos de dominio, todos empezaron con que había que vender. “Hay que irse de esta huevá”, reclamaban. Yo decía que no. “Esta vivienda nos ha cobijado. El Gobierno estará ciego que no ve que aquí hay irregularidades. Váyanse ustedes, pero después no anden llorando”. Y los que se fueron andan llorando, si aquí están sus raíces, aquí el trabajo está al lado de la puerta. A mí me da mucha pena irme, pero hice un buen negocio, porque esa plata, los $490 millones, los pedí en UF, y eso puro sube, entonces cuando me paguen voy a ganar más para poder quedarme acá, en la comuna. Igual han sido bien desgraciados los de la inmobiliaria…la Ana le puede contar.
LA ÚLTIMA HABITANTE DE VILLA SAN LUIS
Cuando asumió Allende el poder, afirma Ana, ella tenía 25 años y cinco niños. Era trabajadora de una casa particular en Los Dominicos y luego, cuando ya no tuvo trabajo, recaló en Patria Nueva.
-Ese tiempo fue el más entretenido de mi vida, porque estaba luchando por la casa propia, por darle dignidad a mis hijos, entonces cada paso que dábamos para estar mejor era maravilloso.
El relato lo hace mientras fríe pescado en su cocina con vista a Corpgruop y jura, por su madre, que será la última en irse de la Villa “si es que me voy, porque mi corazón me dice que me quede”.
-Mis vecinos se han ido en contra mío porque no he querido vender, pero yo soy una mujer de guerra, de lucha, nunca he querido que me regalaran nada, pero sí pedí que me dieran la opción de tener algo y cuando llegó Allende dijo que aquí se iban a construir las viviendas para los obreros, porque aquí vivíamos en campamentos las nanas, los jardineros, los de la construcción, entonces Allende pensó que necesitábamos quedar cerca de nuestros trabajos porque eso nos permitía cuidar a nuestros hijos. Esa era una política social y de superación que yo respeto- recalca la pobladora que se considera una privilegiada.
Por lo mismo, defiende con uñas, dientes y argumentos su derecho a quedarse donde está.
-En ningún lugar de Chile vamos a estar mejor que aquí, porque aquí tenemos a dos cuadras y media, el metro; estamos en una comuna donde si estamos cesantes, nos traen mercadería, porque en Las Condes los pobres somos nosotros, así es que a nosotros nos ayudan; tenemos un consultorio de lujo, sin colas; tenemos una clínica donde a los pobres nos operan por $40 mil y sin esperar, porque hay un subsidio del municipio.
La mujer, que pasó de empleada doméstica a asesora de párvulos y que ahora se las arregla cosiendo ropa deportiva, está cansada del acoso de las inmobiliarias, de la renuncia de sus pares y de la presión de sus hijos que la instan a aceptar la última oferta e irse cuando partan los demás.
-Ojalá me hubiera muerto y no hubiera visto lo que está pasando, porque me da bronca haber vivido 50 años aquí y tener que irme a otro lado por eso que llaman progreso. Luchamos tantos por vivir aquí, mejor y a la par, porque los seres humanos somos todos iguales, entonces si alguien tiene más plata, porque nació en una cuna de oro y se esforzó para mantener su riqueza, yo lo respeto, tiene derecho a vivir aquí, pero yo también tengo derecho a ser respetada y ellos pusieron la mirada en esta Villa y sólo han querido echarme. Y me da tanta rabia con mi gente que por un pesos se tentaron y no se dieron cuenta que vivir aquí tiene un sentido de…de historia-, reclama.
El arquitecto Lawner comparte el lamento.
-Lo de San Luis no tiene nombre. ¡Qué escándalo! ¡No es posible que el dinero corrompa a la gente de esa manera! Ese proyecto era maravilloso. Nosotros incluso firmamos un convenio con la Universidad de Chile, hicimos un cambalache. Ellos nos entregaron La Castrina, en La Granja, y ellos iban a construir su estadio en el Fundo San Luis. El flaco Tohá (ex ministro de Allende) iba a manejar la retroexcavadora en septiembre de 1973. El estadio iba a quedar en un plano e íbamos a construir un cerrito verde. Estaba programado también el centro cívico de Las Condes-, cuenta mientras dibuja en su mente la realidad que no fue.
Luego alza la voz:
-La desaparición de la Villa San Luis es el peor crimen urbanístico y social que se ha ejecutado en este país.
Ana lo sabe, pero también sabe que aunque “mi sentimiento no tiene valor, las necesidades sí”. Y confidencia, bajando la vista, que es probable que finalmente termine cediendo como todos.
-Lo que sí sé es que voy a cerrar la puerta acá. Puse la primera piedra con el ministro Carlos Cortés y sé que con él y con Allende me voy a encontrar y les voy a decir que estuve aquí hasta el final. La Villa San Luis se va a morir cuando yo me muera, porque aquí está mi historia. Mis hijos me dicen ‘hasta cuándo, si se han ido todos’. Hasta que pueda, me quedo hasta que pueda.
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