FERNANDO DE LA CUADRA*
El próximo 4 de septiembre se conmemoran 43 años desde que
el candidato socialista, Dr. Salvador Allende venciera las elecciones
presidenciales liderando una coalición de fuerzas de izquierda y centro
izquierda denominada Unidad Popular. El triunfo de Allende fue apretado –
obtuvo solamente 36,2% de los votos válidos – y representó la cuarta tentativa
de elegirse presidente. Allende venció las elecciones con un programa de
gobierno que incluía transformaciones importantes en la estructura económica,
política y social en un marco de respeto a las instituciones democráticas
vigentes en el país, sin apelar al de la violencia revolucionaria (vía armada)
y sin rupturas dramáticas de la convivencia nacional. Este proyecto de
transformación de la sociedad por un camino legal-institucional y democrático
llegó a ser conocido como la “vía chilena al socialismo.”
La ratificación de Allende como presidente en el Congreso
Nacional tampoco estuvo libre de conflictos y tensiones. Pocos días antes de la
votación en el parlamento, el Comandante en Jefe del Ejército, General René
Schneider, fue asesinado por un grupo de civiles y ex-militares de
ultra-derecha, como una forma de presionar a los sectores de la Democracia
Cristiana para dar su apoyo al candidato que consiguió la segunda mayoría,
Jorge Alessandri, representante de la derecha tradicional y que había obtenido
el 34,9% de los votos válidos.
El proceso de cambios emprendido por Allende y los partidos
de la Unidad Popular fue, como es ampliamente conocido, interrumpido abrupta y
dramáticamente después de casi 1000 días de gobierno, en el Golpe de Estado del
11 de septiembre de 1973. Por lo tanto, ya se cumplirán cuatro décadas de esa
cruenta jornada. Cuando afirmamos que esa jornada fue cruenta, no estamos
construyendo una entelequia, pues durante el mismo día del Golpe, varios
partidarios del gobierno que defendían el Palacio presidencial La Moneda
murieron en combate y el propio presidente Allende inmoló su vida cuando las
fuerzas militares irrumpieron en su despacho. La represión y el revanchismo
sangriento desatado después de ese día fueron de una ferocidad inusitada en la
historia política chilena y dejó una secuela de ejecutados, detenidos
desaparecidos, torturados, prisioneros en campos de concentración, exilados y
desterrados que aún hoy ronda como una sombra tenebrosa sobre la memoria de
miles de chilenos.1 Y no solamente eso, el propio proyecto socialista iniciado
por el gobierno da Unidad Popular es un tema que hasta ahora divide a gran
parte del país, principalmente de aquellos que vivieron esa experiencia
pionera.
La historiografía se interroga hasta nuestros días con
respecto a las condiciones que hubieran hecho posible -o no- la continuidad del
gobierno popular. Una tesis postula que dicha permanencia se consolidaba a
través de una gran coalición entre la izquierda y los sectores progresistas del
centro, conformando aquello que precisamente a partir de la tragedia chilena,
Enrico Berlinguer llegó a teorizar como el “bloque histórico”. Es decir, la
construcción de una amplia alianza entre el conjunto de fuerzas que impulsan
las transformaciones necesarias para obtener una mayor justicia social. Este
pacto se produciría por medio de un compromiso histórico, en el cual se
preparase el tejido unitario de la “gran mayoría do pueblo en torno a un
programa de lucha por el saneamiento y la renovación democrática de toda la
sociedad y el Estado.” 2
Al contrario de una aquiescencia sobre esta perspectiva, la
implantación de la “vía chilena” fue siendo diseñada y alimentada por diversas
lecturas con relación al curso que debía tomar la revolución chilena, un camino
que era inédito, con características nacionales y tal como decía el propio
Allende, tenía que ser una revolución “con sabor a empanada y vino tinto”. Entretanto,
existía una contradicción fundamental entre las fuerzas políticas que le daban
sustento al proyecto de la Unidad Popular. El principal embate entre estas
concepciones polares se encontraba entre aquellos sectores que tenían una
plataforma de inspiración republicana del proceso de transformaciones,
subordinando a un segundo plano el ideario revolucionario marxista-leninista.
Estos segmentos consideraban que era necesario mantener las garantías
democráticas y respetar las instituciones de la república, negociando y
ejecutando paulatinamente las primeras 40 medidas y otras mudanzas que
constaban en el programa de la coalición de izquierda.
Entre estas acciones, la mayoría moderadas, destacaban la
entrega de medio litro de leche diario para todas los niños; la instalación de
consultorios materno-infantiles en todos los barrios; medicina gratuita en los
hospitales públicos con entrega gratuita de medicamentos; supresión de los
altos salarios de los funcionarios de confianza; una profundización y aceleración
de la Reforma Agraria; becas para os estudiantes de la enseñanza básica, media
y universitaria; creación de un sistema previsional universal solidario con
fondos estatales; creación del Ministerio de protección de la familia. La
nacionalización del cobre y de otros minerales no figuraba entre estas primeras
40 medidas, a pesar de que ya existía un amplio consenso sobre su imperiosa
necesidad para aumentar los recursos fiscales destinados a financiar la
política social del Estado. Como siempre afirmaba el mismo Allende, el cobre
era “el salario de Chile”.
Allende era un buen negociador y consiguió al inicio de su
gobierno contar con el apoyo del principal partido de centro, la Democracia
Cristiana, con la cual había pactado un “Estatuto de Garantías Constitucionales”,
en donde el gobierno se comprometía a realizar las transformaciones anunciadas
dentro del total respeto à Constitución y a las instituciones democráticas. Por
lo mismo, los partidarios del gobierno insistían en caracterizar la vía chilena
como un “proceso” de reformas graduales que arribarían finalmente al socialismo
a través de una senda democrática. Para eso, era fundamental planificar
correctamente la aplicación de cada medida del programa, lo que requería de
equipos muy competentes y preparados técnicamente para efectuar esas funciones.
En el cronograma de gobierno la expropiación de las
industrias, fábricas y de las haciendas improductivas con una superficie
superior a 80 Hectáreas de Riego Básico (HRB)3, tenía que ser realizada de forma
gradual, controlada y planificada, bajo el supuesto de que la incorporación de
tales empresas al área de propiedad social solamente debería ser puesta en
práctica después que la adquisición y expropiación de los bancos y de las
empresas de capital extranjero ya estuviesen concluidas, “para de esa forma
dividir, aislar y neutralizar a los sectores más privilegiados de la burguesía
nacional durante la transición para el socialismo.” La reforma agraria que fue
planificada desde la Corporación de la Reforma Agraria (CORA) tuvo que dar
cuenta de las presiones de los sindicatos de trabajadores rurales e
“inquilinos’ y experimentó una aceleración de tal magnitud en el proceso
expropiatorio que ya a mediados de 1972 se encontraba prácticamente concluida.4
O sea, muchos procesos adquirieron un ritmo que contradecía la idea que
sustentaba Allende, para quien “los procesos revolucionarios exitosos
transcurrían bajo una dirección férrea, consciente, no dejados al azar. Las
masas no podían exceder a los dirigentes, porque estos tenían la obligación de
dirigir y de no se dejar dirigir por las masas.”5
Por otro lado, se situaban aquellos sectores que
visualizaban con pesimismo la realización de las transformaciones socialistas
en el marco de la “institucionalidad burguesa” y reprochaban el modelo
instaurado como siendo el de una revolución burocrática, “desde arriba”, sin
poder popular real. Para estos grupos y movimientos, lo fundamental era avanzar
sin negociar con las entidades representativas de la clase dominante- enquistadas
en el parlamento, en el poder judicial, en las empresas y en los gremios
profesionales-, para formas concretas de propiedad social radicalizando y
acelerando la expropiación de industrias, haciendas y otras formas de propiedad
privada existentes en el país. Al contrario de lo que pretendía Allende y su
gobierno, lo que se observaba en el fragor de la lucha cotidiana por el
socialismo, era que las directrices del gobierno y la intención de conducir los
cambios en forma paulatina y progresiva fueron totalmente sobrepasados por la
acción directa de los trabajadores más radicalizados y sus sindicatos, de los
campesinos y obreros rurales, de los estudiantes, de los pobladores, de los
pueblos originarios.
Cuestionando frontalmente el apelo de Allende -y de un
sector de sus seguidores- a los principios democráticos, esta vertiente
revolucionaria postulaba que la democracia poseía un valor estrictamente
táctico, instrumental, solo era la base necesaria para instaurar la lucha por
el socialismo. Segundo tal visión la democracia política a pesar de ser útil a
la causa de las masas populares, no sería más útil como forma de organización
social, debido a su propia naturaleza de clase, como modalidad de dominación de
la burguesía para continuar obteniendo las granjerías y privilegios generados
por la explotación capitalista. Esta perspectiva enfatizaba el protagonismo
popular y la inevitabilidad del enfrentamiento con las fuerzas reaccionarias,
razón por la cual las fricciones con los sectores “contra-revolucionarios” eran
imprescindibles para permitir que Chile enrumbara consistentemente hacia el
socialismo: la revolución tenía que ser realizada por el pueblo, “desde abajo”.
En la tercera parte de la trilogía “La batalla de Chile”
realizada por el documentalista Patricio Guzmán – y que se llama justamente El
Poder Popular- existe una escena emblemática en que se aprecia a un funcionario
del gobierno intentando dar explicaciones en una reunión con dirigentes y
operarios de un “cordón industrial”6, respecto de la necesidad de realizar las
reformas acatando los convenios internacionales suscritos por el gobierno,
desacelerando de esa manera el ritmo de las transformaciones emprendidas por
las autoridades. Frente a esa explicación del representante oficial, un dirigente
le responde: “En este momento estamos cuestionado la institucionalidad y
legitimidad del gobierno, ahora estamos entrando en una etapa de toma del poder
por parte de las clases trabajadoras, porque el poder legal ha sido superado y
debemos luchar hasta aplastar a la clase enemiga, la clase de los
explotadores.”
La naturaleza y convicción de este discurso revelan el grado
de consciencia a que habían llegado los sectores más radicalizados con respecto
a lo inevitable del enfrentamiento con las fuerzas contrarias al proyecto
Allendista. Sin embargo, esta consciencia no tenía ninguna correlación con una
política efectiva de defensa ante la inminencia de un golpe de Estado y hoy
sabemos perfectamente como las fuerzas de apoyo al gobierno fueron pulverizadas
desde el mismo día 11 de septiembre. Lo que se siguió a esa jornada fue un
genocidio sin precedentes en la historia política chilena.
La experiencia chilena ha continuado durante muchos años
suscitando innumerables debates sobre cuáles eran probablemente los caminos más
pertinentes para conquistar el socialismo en Chile. Con la derrota del gobierno
popular por medio de un golpe, la tesis de que Allende fue sumamente ingenuo al
confiar en los militares ganó mucho aliento y fue predominante entre gran parte
de la izquierda. Esta interpretación fortaleció la idea de que el gobierno
tenía que armar al conjunto de la población para resistir a la agresión
militar. No obstante, con el decurso del tiempo fue ganando una posición
destacada aquella interpretación que insistía en la importancia de la
conformación de un bloque o alianza histórica entre todos los sectores
políticos empeñados en realizar cambios en las estructuras económicas,
políticas y sociales imperantes en el país, utilizando para ello los instrumentos
y las medidas que eran permitidos en el marco de una convivencia democrática.
Aún más, el proyecto de Allende y la vía chilena era una
experiencia pionera, inédita, no existía ningún modelo histórico que podía dar
indicios del camino a ser recorrido en una transición pacífica, institucional y
democrática para el socialismo. El sistema presidencialista imperante en Chile
le permitía a Allende poseer un cierto grado de libertad para comandar el
proceso de transformaciones estructurales, entretanto, durante el transcurso
del mismo fue quedando cada vez más evidente, que tanto en la división interna
de la coalición gobernante como en las vehementes e intransigentes fuerzas
contrarias a tales mudanzas, el programa de la Unidad Popular comenzó a
descomponerse y el Executivo solamente consiguió administrar una crisis que
aumentaba diariamente.
No obstante ello, en todos los conflictos suscitados durante
su gobierno Allende intentó permanentemente encontrar las salidas y los
acuerdos que le permitiesen seguir impulsando su programa sobre bases
democráticas, y de esta forma, interpelar a todos los sectores en la
manutención del dialogo y evitar los enfrentamientos, que finalmente pudieran
determinar el fin de la vida republicana. El día del golpe, “colocado en un
tránsito histórico”, Allende fue convidado para unirse a las fuerzas que
resistían la embestida golpista en uno de los cordones industriales de
Santiago. El presidente electo, coherente con su trayectoria democrática
declinó el ofrecimiento y decidió morir en el Palacio de La Moneda, tal como lo
había prometido en sus diversos mensajes y discursos al pueblo chileno:
“Yo les digo a ustedes, compañeros, compañeras de tantos
años, se los digo con calma, con absoluta tranquilidad: yo no tengo pasta de
apóstol ni tengo pasta de mesías, no tengo condiciones de mártir, soy un
luchador social que cumple una tarea, la tarea que el pueblo me ha dado. Pero
que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer a la
voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás
y que lo sepan, dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me
diera (...) no tengo otra alternativa, solo acribillándome a balazos podrán
impedir mi voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo.”7
Independiente del dramatismo de las circunstancias en las
cuales fue derrocado el gobierno de Allende, su gesto de morir en el Palacio
presidencial, remarca su férrea convicción de concluir el mandato para el que
fue electo, en el lugar que simbolizaba el centro do poder político, en el
local que representaba la síntesis de los valores democráticos y republicanos
abrigados durante tantos años en la historia política chilena. Allende tenía
claro que su mandato concluía en noviembre de 1976 y aún cuando seis años de
gobierno parecían pocos para la magnitud de la obra a ser construida, el
presidente confiaba en el entusiasmo de un conjunto de fuerzas progresistas que
se inclinaban por apoyar dichas transformaciones. En ese sentido, el proyecto
de mudanzas que Allende anhelaba para el país no era una utopía surgida de una
mente alucinada, sino por el contrario, se sustentaba en una lectura consciente
de la realidad, en la certeza de que era posible utilizar las instituciones y
las leyes del país para alcanzar el conjunto de medidas incluidas en su
programa de gobierno, entre ellas la reforma agraria, la nacionalización de los
recursos naturales y la estatización de la banca y el sistema financiero.
Trágicamente, el proyecto allendista no logró ser
comprendido cabalmente por los mismos partidos que formaban la Unidad Popular y
la “soledad intelectual” de Allende fue siendo cada vez más patente en un
escenario donde la polarización de la sociedad era vertiginosa y su resultado
funesto se anunciaba como el epilogo inevitable de un país dividido por el odio
y la intolerancia. Este será en parte el drama de la experiencia chilena, el
distanciamiento in crescendo entre las visiones y las estrategias políticas
contrapuestas, en que la capacidad de Allende para arbitrar estas disputas iba
disminuyendo progresivamente, quedando paulatinamente más aislado en su ideario
de construir un socialismo por vía democrática.
Hoy, cuando se conmemoran 40 años del fin de esa experiencia
original y abortada en la ferocidad de las armas y el crimen, el pensamiento de
Allende y su camino al socialismo emergen como un gran legado para las futuras
generaciones. Ello significa pensar que socialismo y democracia no solamente
son posibles y deseables, sino que además ambas dimensiones son esencialmente
imprescindibles. Y no lo es en un sentido meramente teórico, lo es sobre todo
en una praxis política de un modo dialécticamente nuevo de concebir esa
relación. Tal como ha sido revelado en la feliz síntesis de Carlos Nelson
Coutinho: “Sin democracia no hay socialismo y sin socialismo no hay
democracia”.
* Doctor en Ciencias Sociales. Miembro de la Red
Universitaria de Investigadores sobre América Latina (RUPAL). E-mail:
fmdelacuadra@gmail.com
1[1] Para no olvidar estos
trágicos acontecimientos, actualmente un importante acervo de documentos,
testimonios e informes de ese período tenebroso se encuentra expuesto en el
Museo da Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado por la presidenta Michelle
Bachelet en enero de 2010, poco antes de concluir su mandato.
2[1] Enrico Berlinguer,
Democracia, Valor Universal. Marco Mondaini: selección, traducción, introducción
y notas, Brasilia/Rio de Janeiro: Fundación Astrojildo Pereira/Editora
Contraponto, 2009, p. 82.
3[1] HRB representaba una
medida de superficie que combinaba aspectos de productividad de la tierra
(calidad y tipo de suelo), área geográfica, proximidad a carreteras y facilidad
de acceso a los mercados. Durante la Reforma Agraria una HRB consistía en una
hectárea de tierra bajo riego con un suelo clase I, localizada en el Valle del
Maipo (región central) y próximo de la Carretera Panamericana (principal vía y
columna vertebral del país).
4[1] Efectivamente, a esa fecha
más del 70% de las expropiaciones programadas por el gobierno ya se habían
realizado, siendo que el propio presidente Allende pensaba en concluir dicho
proceso solamente al final de su mandato de seis anos.
5[1] Peter Winn, A Revolución
Chilena; traducción de Magda Lopes, São Paulo: Editora UNESP, 2010, p 102.
6[1] Los “cordones
industriales” eran agrupaciones de industrias y fabricas que coordinaban tareas
de producción de una misma región o zona. Representaron junto con los Comandos
Comunales, los Comités de Vigilancia y las Juntas de Abastecimiento Popular
(JAP) los fundamentos del poder popular durante ese período.
7[1] Frida Modak (coord.),
Salvador Allende: pensamiento y acción, FLACSO-Brasil/CLACSO, Buenos Aires:
Ediciones Lumen, 2008, pp. 83-84.
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