La
polémica despertada por el intento de distorsión histórica de designar
en textos escolares chilenos al gobierno que rigiera a Chile entre los
años 1973 a 1990 como un régimen militar en vez de la designación que
claramente le corresponde, el de una violenta y criminal dictadura
militar, recuerda a los intentos de la dictadura de A. Hitler y el
nazismo alemán de comenzar a ocultar las masivas atrocidades y los
crímenes por ellos cometidos ya el año 1942, con mucha anterioridad a su
derrota militar de Mayo 1945.
Porque
como sucedió con el nazismo alemán el embrión de la tergiversación del
carácter criminal de la dictadura chilena se encuentra ya en los
esfuerzos de esta para hacer desaparecer las pruebas de su delictivo
terrorismo a través de la incineración, el lanzamiento al mar y el
desentierro y traslado de los cadáveres de sus victimas. La lectura de
obras tales como “El ascenso y la caída del Tercer Reich” del
periodista estadounidense W.L. Shirer (1960), “La destrucción de los
judíos europeos” del historiador R. Hilberg (1961) y la flamante y
aclamada enciclopédica trilogía, “El Tercer Reich”, (El ascenso,2003;
En el poder,2005; Durante la guerra, 2008) del historiador ingles R. J.
Evans nos revelan además que existen abundantes similitudes entre las
actividades y las actitudes de los sostenedores de la dictadura chilena y
los de la alemana en numerosos aspectos, que van más allá de la
intención de tratar de ocultar sus criminales actividades y de blanquear
su negra y siniestra historia.
Si
bien es cierto que las atrocidades de la dictadura alemana dado su
detallada planificación, su perversidad y su escala adquirieron
características únicas y singulares en la historia de la humanidad, no
es menos cierto que la dictadura chilena, cometió en menor escala
crímenes y monstruosidades cualitativamente similares a esta. Como
sucedió por ejemplo con la creación a lo largo del territorio nacional
de campos de concentración con miles de reclusos, y de centros de
tortura cuya actividad se prolongo por varios años, con el único
objetivo de neutralizar políticamente sin juicio a disidentes políticos y
de aterrorizar a la población. Esto se acompañó además del planeamiento
premeditado de asesinatos brutales de oponentes al régimen, incluyendo
entre ellos a mujeres y aun a adolescentes. La política de
desapariciones de disidentes políticos de la dictadura chilena es sin
lugar a dudas un eco de la política del nazismo ordenada por Hitler y
llevada a cabo entre otros por R. Heydrich en Checoeslovaquia llamada
“nach and nebel (noche y niebla)”. Esta política hacia desaparecer a los
disidentes durante la noche en Alemania y en los territorios
ocupados, para crear con ello el terror entre sus familiares y
asociados y también para dificultar los recursos legales para
rescatarlos. La indigna y total subordinación del poder judicial y de la
prensa para ignorar, ocultar y justificar esta política y otros
designios criminales de la dictadura chilena es otra característica que
la homologa manifiestamente a la dictadura alemana.
Los
asaltos contra la cultura de la dictadura chilena comenzaron al igual
que en la Alemania de Hitler con hogueras de libros en varias ciudades
del país y continuaron con la destrucción y la prohibición sostenida de
obras de artes, como sucedió con los murales de J. Escames en la
Municipalidad de Chillan y de V. Hunneus en el Instituto Pedagógico,
entre un sinnúmero de otros ejemplos. Trayendo esto una resonancia de
la destrucción y de la prohibición de obras de todo tipo de autores
judíos y de izquierda en Alemania, cuya producción cultural se pasara a
llamar en ese país “arte degenerado (entartete Kunst)” y cuyo objetivo
al igual que en Chile fuera la creación de una cultura única imbuida de
un patrioterismo fanático y ramplón. La tergiversación grosera de la
teoría de la evolución usada como justificación en Alemania para
eliminar a la población judía y ocupar a los países eslavos como
Polonia y la Unión Soviética tuvo su eco en nuestro país en la palabra
“humanoides” usada por el almirante Merino y los colaboradores civiles
de la dictadura para justificar los asesinatos, las desapariciones, la
prisión y la tortura de los disidentes del régimen. En este campo, la
obra política del intelectual de la dictadura chilena Don Jaime Guzmán,
que propugna una excluyente pseudodemocracia protegida dirigida por
auto escogidos, encuentra antecedentes en la obra de los intelectuales
del nazismo, A. Rosenberg y W. Best. Quienes usaron del
espantapájaros del bolchevismo hebreo, de antojadizas teorías legales y
religiosas y de conceptos de la supuesta superioridad biológica de
grupos y razas para justificar la dictadura de Hitler, la destrucción de
la democracia, la eliminación del sindicalismo, la persecución de los
judíos y la invasión y la conquista de los países eslavos.
La
entronización en las fuerzas armadas del gansterismo y del crimen para
lidiar con potenciales problemas como ocurrió con el asesinato del
coronel G. Huber en el escandalo de FAMAE (1992), el remplazo abrupto
del general Leigh por el General Matthei (1979) y otros ejemplos, sin
lugar a dudas traen a la memoria la eliminación por Hitler de sus amigos
E. Rohm y G. Strasser y de sus seguidores en 1934 y del ahorcamiento
del almirante W.F. Canaris en 1945, después del último atentado contra
este. La introducción de la corrupción en las fuerzas armadas alemanas
manifestada por los beneficios económicos que estas recibían de la
confiscación de los bienes y de las propiedades judías en Alemania y en
los territorios ocupados y de sus altas remuneraciones complementadas
con dineros recibido de los empresarios para mantener la paz sindical
tiene su equivalente en el enriquecimiento milagroso del dictador
chileno, su secuaz el general Contreras y del séquito de oficiales que
de generales para abajo usufructuaron de indebidas granjerías económicas
durante los diecisiete años de dictadura.
Al
igual que en Alemania las granjerías económicas se extendieron también
a grupos selectos de civiles que apoyaban al régimen y que en Chile
pasaron en varios casos a convertirse en algunas de las grandes
fortunas del país. La penetración del gansterismo, la corrupción y el
terror fue al parecer mas profunda en las fuerzas armadas chilenas que
en las alemanas, ya que en estas últimas existieron desde antes de la
guerra grupos de oficiales de la aristocracia alemana que preocupados
visionariamente por el futuro de su país y horrorizados por las
atrocidades y por la vulgaridad de la dictadura, trataron de remover a
Hitler del comando de las fuerzas armadas infructuosamente en más de
diez oportunidades entre 1939-1945. A diferencia de Alemania, en Chile
estos esfuerzos para salvar el honor de las fuerzas armadas solo
existieron en los primeros días de la dictadura y fueron rápidamente
amagados por el terror y la violencia.
Las
políticas económicas del comienzo de la dictadura alemana generaron una
expansión de la economía estimulada, principalmente por la industria de
armamentos, que acabo rápidamente con la cesantía y esto fue una de
las causas de su éxito político inicial. Sin embargo esto se acompañó de
una restricción total de la actividad sindical independiente, de la
abolición del derecho a huelga y de una caída del poder adquisitivo de
los salarios como ocurrió durante la dictadura chilena. Similarmente en
la dictadura alemana como en la chilena se creó también una simbiosis
perfecta entre el estamento empresarial (Farben, Krupp, Thysen.
Porsche, Daimler) y el Estado que a través de la creación de monopolios
protegidos por este último, aseguraban a estos pingues utilidades
basadas en la paz sindical, la extracción de materias primas y la mano
de obra de esclavos en los territorios ocupados.
A
diferencia de la dictadura alemana que basaba el futuro económico de
Alemania en la explotación de los territorios ocupados en el este y en
el oeste, la dictadura chilena concentro sus métodos de extracción de
recursos económicos para favorecer a sus aliados empresariales solamente
en el país y en su población. De esta forma el saqueo de los
importantes bienes del Estado chileno y la exacción ilegal de los
beneficios adquiridos en educación, salud pública, previsión social de
la mayoría de la población indicarían que a diferencia de Alemania la
explotación económica de la dictadura chilena se concentro en su propio
país. Y si a esto se agrega la entrega al capital foráneo de materias
primas como el cobre y de variadas obras de infraestructura, el auto
designado patriotismo de la dictadura se revela como una lastimosa
bufonería, cuya máscara afortunadamente pareciera que comienza a
desintegrarse.
Es
por estas y por otras múltiples razones que en el mundo civilizado hoy
día ya nadie discute que tanto el gobierno de Hitler en Alemania y el
de Pinochet en Chile fueron dictaduras violentas y criminales y con
resultados ruinosos para ambos países y por lo tanto dignas de la
reprobación general. El enjuiciamiento y el castigo de los crímenes
cometidos por la dictadura alemana fueron sin duda facilitados por su
derrota militar y por el esfuerzo de los aliados en documentar la
magnitud de sus atrocidades. No es menos cierto que un juicio similar al
de Núremberg o a los de Argentina podrían haberse llevado a cabo en
Chile dado la derrota electoral de la dictadura en 1989 y los grandes
márgenes de desaprobación nacional e internacional de ella en esa época y
que aun continúan hoy en día. Sin embargo los gobiernos de la
Concertación guiados por la pusilánime y cómplice consigna “Justicia a
medida de los posible” bloquearon esta posibilidad y continuaron con el
blanqueo iniciado por la dictadura misma ya en los hornos de Lonquén.
Este
blanqueamiento y tergiversación del significado de la dictadura chilena
ha continuado de manera sostenida en los últimos veintidós años y
personajes como don A. Foxley se han permitido hablar de los grandes
logros modernizadores y económicos de esta, olvidando livianamente que
estos discutibles logros están basados en la tortura medieval y el
crimen. Igualmente don E. Tironi, en un texto ignorante y servil, se
permitió comparar impúdicamente al sátrapa chileno con Otto Bismark, el
personaje cuya política consolidara a Alemania como nación y con el cual
Hitler también pretendiera compararse. Los esfuerzos para normalizar y
trivializar la violencia y los crímenes de la dictadura propugnados por
los partidarios civiles de esta en el presente gobierno, y que alcanzan
ahora a los textos escolares, corresponde claramente a lo que la
filosofa alemana de origen judío H. Arendt designara como la “banalidad
de la maldad”, cuando se refería al comportamiento de Hitler, de sus
secuaces y de sus partidarios, en el libro “Eichmann en Jerusalén”
(1963).
Esta
banalidad que implica aceptar y normalizar lo criminal, lo absurdo
y lo impensable debe ser combatida de raíz, ya que como dijera el
psiquiatra y filosofo alemán K. Jaspers en su obra “El problema de la
culpa alemana” (1947), “Lo
que sucedió fue un aviso. Olvidarlo es culpable y deber ser
continuamente recordado. Lo que sucedió fue posible y puede volver a
suceder nuevamente sin problemas. Solamente su conocimiento puede
prevenirlo”. La urgente vigencia que tienen para nuestro país la obra de
estos filósofos alemanes es sugerida por la fotografías recientes de
las llamadas “fuerzas especiales” arremetiendo contra la población
indefensa e invadiendo viviendas, colegios y universidades, en
actitudes que recuerdan a los “escuadrones de defensa Shutzstaffel (SS)”
de Alemania, y cuya presencia pareciera indicar como nos ronda aun el
hálito nefasto de la dictadura.
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